miércoles, 24 de octubre de 2012

IDENTIDADES DE GÉNERO Iª PARTE


1º TIMOTEO 2:11-15 

2:11 La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción. 
2:12 Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio. 
2:13 Porque Adán fue formado primero, después Eva; 
2:14 y Adán no fue engañado, sino que la mujer, siendo engañada, incurrió en trasgresión. 
2:15 Pero se salvará engendrando hijos, si permaneciere en fe, amor y santificación, con modestia. 

Ego sum.

Los seres humanos, somos seres sociales. Desde que nacemos, nos enfrentamos a un proceso de acomodación, socialización y aprendizaje para encajar correctamente en el entorno en el que nos ha tocado vivir.
Para ello, debemos ser capaces de reconocer las características de ese medio/entorno, y al mismo tiempo, tomar conciencia de nuestra posición en él.

La identidad es un importante factor que nos coloca en un lugar del mundo, aquello que nos define como individuos y que nos posiciona en un referente, diciéndonos quiénes somos, a nosotras y nosotros y también al resto.
Cada individuo se identifica, a lo largo de su vida, con una serie de realidades, se ubica en unos espacios que lo definen y que le dicen a él mismo y a los demás quién es.” (Camps, 1998 : 83).
Tiene que ver con la construcción del yo, y con la estabilidad fundamental entre el ser humano, el grupo y su entorno. Autodefinirnos y formar el autoconcepto, depende del desarrollo de la identidad.

Todas las personas necesitamos pues, identificarnos dentro de un orden social, para sentir que pertenecemos a un colectivo. De este modo obtenemos reconocimiento, es decir, nos reconocemos y nos reconocen por nuestra pertenencia.
Las identidades le deparan al individuo reconocimiento social. Los demás nos reconocen como aquello que decimos y demostramos ser.” (Camps, 1998 : 83).
Sin una identidad que nos posicione, no podríamos vernos como parte de la realidad externa que observamos.

Formar parte de una determinada escuela, vivir en un barrio, haber nacido en un territorio, etc. son circunstancias determinadas por el nacimiento y más o menos inamovibles, que condicionarán algunos de nuestros rasgos identitarios. Por otra parte, pertenecer a un club deportivo, a un sindicato, a una religión, etc. son otro tipo de circunstancias, que forman parte del abanico de elecciones personales que escogemos en función de nuestros gustos e inquietudes y que también influirán en nuestros rasgos identitarios.
“Se habla de identidades involuntarias o encontradas – ser hombre o mujer, ser catalán o asturiano, ser cincuentón – e identidades elegidas – ser médico, tener tres hijos, ser de derechas, ser católico.” (Camps, 1998 : 84).

En multitud de ocasiones, nos posicionamos con relativa libertad, ya que todo aquello que otras personas ven en nosotras y nosotros contribuye en nuestras elecciones; nos vemos reflejadas y reflejados en los espejos que nos presentan.
Cuando una determinada institución nos acoge, o decidimos formar parte de ella, es porque se nos presuponen unas características afines al ideario de dicha institución, y en consecuencia, se esperará un comportamiento acorde.

Por tanto, estos rasgos de identidad no sólo nos situan en un referente reforzando nuestro sentimiento de pertenencia, sino que desarrollan caracteres de personalidad, pensamientos, ideologías y valores.
De este modo, alguien que haya nacido por ejemplo en Cataluña, puede sentirse identificada o identificado con la defensa de la lengua y la cultura catalanas, y por lo tanto definirá una serie de valores donde el catalanismo ocupe un lugar importante, y en el que además entren una serie de ideas relacionadas, como el respeto a la diversidad lingüística. Esta identidad y la ideología que la sigue, no pueden reforzarse sin el reconocimiento y rechazo de su contrapunto, que sería el unitarismo patriótico.

La mujer en la Antigua Grecia

Platón y el bereshit.

La sociedad occidental ha montado sus bases éticas, culturales y morales, sobre los pilares de la cultura grecolatina y de la judeocristiana.

De la primera, hemos heredado la visión dualista propia del platonismo, que diferenciaba entre el mundo inteligible y el sensible, separando el pensamiento racional de los sentimientos, o distinguiendo el mundo espiritual del mundo de la materia, creando la dualidad cuerpo-alma.
Todas las cosas son pues, sólo de una naturaleza o su contraria. O se es hombre o se es mujer, masculino y femenina, y por supuesto con funciones también diferenciadas y opuestas : público y privado, dominación y sometimiento, violencia y cuidados, etc.
Esta dualidad tiende también a presentar una cualidad como más importante que la otra, así, Platón consideraba más valioso el espíritiu que el cuerpo material que lo contiene.
Esa categorización y su consecuente valoración jerárquica también se produce en nuestra cultura, pero lo veremos un poco más adelante.

Como la identidad de una persona se construye a través de la socialización, es decir, que es el resultado de la estrecha relación entre el ser humano y su entorno (incluídas las personas que forman parte de dicho entorno), los valores de la sociedad en la que vive pasan a interiorizarse en el individuo. La cultura se ha transmitido durante generaciones y generaciones, perdurando la esencialidad de sus bases.

Una de las formas más eficaces en que esta transmisión cultural se produce y se implanta en nuestro subconsciente, es de manera implícita, a través del poder del mito.
Todas las culturas recurren a los mitos como una forma de perpetuar los valores existentes, como también para interpretar la realidad sobre las referencias tomadas de lo que es considerado como valioso dentro de ese marco cultural.” (Lorente, 2009 : 100).

Vemos así cómo la mitología bíblica está llena de figuras femeninas o muy virtuosas o muy perversas, cumpliendo con esa función de dualidad, ya que para reafirmar la existencia de la buena mujer, debe existir la mala mujer. Si la Virgen María es la figura de la dulce maternidad, inmaculada concepción, abnegación, paciencia y sumisión, exaltando en ella los valores que se le reclaman a la buena mujer, también existe la Jezabel perversa, que manipula a su familia y obliga a su pueblo a rendir culto a los falsos ídolos, condenándolos. O la adúltera Betsabé, que es infiel a su marido posteriormente asesinado por su amante. Y como no, la desobediente Eva, que condena a toda la humanidad comiendo del fruto prohibido y engatusando al noble Adán para que también lo haga.
Todas ellas, ejemplos de malas mujeres que deben servir al resto como lección sobre la manera en la que no hay que comportarse bajo el prisma de los valores patriarcales de la cultura católica, y que si lo hicieran, serían castigadas por los hombres, guardianes del honor y de las buenas prácticas.
Dichos valores son los que todas y todos tenemos aprehendidos en nuestros subconscientes, incluso no estando racionalmente acordes con dichos valores, no podemos desprendernos del sesgo formado por la cultura.

Pero retomando el tema, podemos decir visto el ejemplo, que algunas construcciones identitarias vienen de la contraposición o negación de otras identidades, consideradas sus contrarias : soy A porque no soy B. De modo que la construcción de la masculinidad, por ejemplo, implica la negación de la feminidad. “Ser chico es no ser chica.” (Simón, 2010 : 82).
Paradójicamente, el ser mujer también se ha construido históricamente por lo que no se tiene en comparación con el hombre : si ser hombre era poseer los órganos masculinos, los órganos sexuales que fecundan, ser mujer era no poseerlos.

Vemos pues como la identidad se construye a partir de un proceso complejo que comienza con el nacimiento, incluso desde antes, pues durante la gestación ya comienzan las adjudicaciones de los géneros en función del sexo, y de una determinada identidad vinculada a ello.

  1. Se nace con sexo femenino o masculino, con una nacionalidad, clase social, entorno familiar, religioso...
  2. Se crece hacia unas expectativas externas respecto a las características innatas antes mencionadas.
  3. Se asumen una serie de valores e idearios correspondientes a dichas características y se construye una primera identidad.

A partir de este momento, las personas podemos romper con algunos de los rasgos de identidad determinados por las circunstancias vitales, y elegir libremente otros que pueden ir en la misma línea ideológica, o ser totalmente opuestos, pero de algún modo estos cambios dependen de la información que llega a nuestras manos, no se dan en nuestra mente de manera espontánea.

Si como hemos dicho anteriormente, nuestra sociedad está implantada en los valores de la tradición grecorromana y judeocristiana, con un fuerte patriarcado y unos roles claramente diferenciados y opuestos, nuestro sexo en el momento de conocerse, va a influir sobremanera en las expectativas externas, la educación que se nos proporcione y el rol que se nos invite a desarrollar.
Del mismo modo, todos los valores de nuestra cultura impregnan los mensajes que llegan a nosotras y nosotros, a través de las instituciones, de la educación formal e informal, de los medios audiovisuales de información, de los mitos y leyendas que conforman el folclore, de las relaciones con otras personas... en fin, de todo aquello que forma parte de la sociedad.
Sin embargo la transmisión no es explícita, todo lo contrario. Nos llega de manera sutil, escondida en mensajes contradictorios, equívocos, no mostrándose claramente, pues de ese modo se evita el enfrentamiento directo con el núcleo del orden moral y se permite el éxito en la transferencia institución-sociedad-individuo, asi como su permanencia en el tiempo.
Miguel Lorente, ex-director General de Asistencia Jurídica a Víctimas de Violencia de la Consejería de Justicia de la Junta de Andalucía, lo expresa así :
Una sociedad y cultura patriarcal en la que lo normal es lo anormal, que presume de lo que carece, en la que lo visible es lo invisible, lo importante lo anecdótico, que manda mensajes equívocos para no equivocarse y que da bofetadas cuando no hay que darlas para luego decir que hay que poner la otra mejilla debe mostrar unas referencias erróneas, como muchos de esos mensajes, para de este modo evitar el conflicto con la esencia y permitir sólo las disputas entre las apariencias, fácilmente sustituibles cuando sean derribadas, de manera que los valores y el orden constituido sobre ellos sigan intactos.” (Lorente, 2009 : 226).

Un fenómeno que ha surgido de la categorización de las diferentes identidades, es su jerarquización.
Como decíamos anteriormente, el platonismo crea dualismos y superpone una categoría a otra. Al crearse diferentes identidades, comienza su comparación con las contrarias : qué soy yo y qué son las demás y los demás.
Cuando nos reconocemos, lo hacemos también definiendo lo que no somos, y valorando con un sesgo favorable hacia lo propio.
De la devaluación de lo contrario, nace también el desprecio, la competitividad y el afán por hacer prevalecer lo propio y mejor considerado.

En esos casos, la violencia se concibe como un medio para imponer los criterios exaltados y posicionarse como grupo dominante, obteniendo beneficios a costa de la comparación favorable, por supuesto, en detrimento de los demás grupos.


Lara Díaz.

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